Esta es la historia de una traducción.
Desde que era niña, sentía una conexión inexplicable con Rusia. Se llamaba Natalia y había crecido en la calle Fedor Dostoyevski. Gozaba cuando tenía que deletrear el nombre de su calle y le decía a la gente que era el nombre de un escritor atormentado, aunque nunca terminó de leer Crimen y Castigo. Con los años, fue inventándose una historia familiar, decía que sus abuelos eran rusos y que por eso le habían puesto Natalia.
Cuando tenía 14, en un mercado de pulgas, encontró una postal con un mensaje escrito en ruso. El otro lado era una imagen de Lenin sentado sobre una silla cubierta con una sábana, pensativo y escribiendo. En la esquina, un timbre postal con la cara del líder comunista de perfil. Le costó 50 pesos. Era la pieza perfecta para hacer que su genealogía inventada fuera mucho más creíble. Los 50 pesos mejor gastados de mi vida, pensó.
Desde entonces, siempre cargaba con la postal y se la mostraba a cualquiera que tuviera tres minutos para escuchar la historia de su linaje simulado. Mi abuela la mandó de Rusia el día en que nací, aseguraba orgullosa. No sabía leer ruso, pero sus oyentes tampoco.
A los 18, entró a la facultad de filosofía. Ahí conoció a Vladimir, segunda generación de inmigrantes rusos, pero él nunca lo mencionaba. Después de darle la semblanza de su casta ficcionada, Natalia le mostró la postal que ya estaba arrugada de tanto ir y venir. Vladimir, que aprendió a hablar ruso en casa, leyó la nota al anverso y la repitió en español: Mi muy querido Iván, tanto tiempo ha pasado desde que te fuiste y ya no lo soporto más. Mañana me subiré a un barco rumbo a América y te alcanzaré en la Ciudad de México. Al fin y al cabo, mi nombre es María. Siempre tuya, Masha.