Esta es la historia de un autógrafo.
Betty siempre había querido conocer al Papa. Cuando Juan Pablo II visitó México, ella salió con su espejito a recibir el avión que lo transportaba. De Benedicto XVI nunca fue muy entusiasta, decía que tenía cara de malo. Pero el Papa Francisco era su favorito.
Un día, le pidió a su nieto que le abriera una cuenta de Facebook, porque había escuchado en María Visión que por ahí uno se podía hacer amigo del Papa. Para su perfil, tomo una foto del busto del Papa Francisco que otro de sus nietos le había traído cuando se fue de mochilazo a Europa. En su perfil solo tenía un amigo: Club de Fans del Papa Francisco México (Oficial).
Pero lo que Betty verdaderamente quería era el autógrafo del Papa. Así que, para su cumpleaños número 76, reservó un tour con la agencia Europamundo. El recorrido pasaba por varías ciudades, empezaba en Paris y terminaba en la Santa Sede.
Fue un viaje horroroso, mal planeado y muy incómodo. Para una septuagenaria, fue una pesadilla subir y bajar de autobuses, trepar las escaleras de hoteles de dos estrellas que no tenían elevador y mover su maleta de un país a otro, aunque no era muy grande y tenía llantitas.
Pero la peor parte -que luego se convertiría en su anécdota favorita– fue esa mañana en Roma, cuando despertó con unos 30 piquetes chiquititos en sus brazos y piernas. Betty había dormido con una araña o una pulga, o sabrá Dios qué otro bicho y amaneció cubierta en ronchas rojizas. Cuando trató de subirse al autobús que llevaría al grupo al Vaticano, las otras señoras –la mayoría argentinas, que también querían conocer al Papa– se horrorizaron al verle la piel hinchada. Le dijeron que no podía subirse, porque quien sabe y lo que tenía era contagioso. La guía del tour le pidió una disculpa y le dijo que tenía ir a que la revisaran antes de continuar el viaje. Eran políticas del negocio.
Betty se fue caminando a buscar un doctor que pudiera decirle qué es lo que tenía que le daba tanta comezón. Solo encontró una pequeña clínica, donde la atendió un médico italiano que, para su sorpresa, era igualito al Papa. El Dr. Francesco la revisó y le recetó una pomada, le dijo que se la untara tres veces al día. Le dio la prescripción escrita en un papel doblado por la mitad y le dijo que la podía surtir en la farmacia que estaba a cruzando la calle. Mientras caminaba, Betty abrió la receta y encontró la firma del doctor. Betty decidió no comprar el ungüento y quedarse con el autógrafo de Francesco. No se volvió a subir al autobús del tour y consiguió un taxi para ir al aeropuerto. Betty nunca llegó al Vaticano.
Una sonrisa que delata todo. Una mirada de cómplice en un plan de silencio, de encubrimiento, de mentiras, de impunidad. Nada más alejado que el papa bonachón que mira la final del mundial de fútbol con su predecesor en una muy mediocre película de Fernando Meirelles. El mismo color de esta estatuilla, un hueso opaco –probablemente labrado en una cadena de producción fordista en un lugar cuya mano de obra es aún más barata que el producto en sí– dice mucho sobre la alienación de los fieles ante su líder.