Esta es la historia de un tigre de papel.
Nació en una familia de insurgentes, llamándose Ernesto, como el Che Guevara. A los 18 dejó su patria latinoamericana por un delirio antimperialista. El sistema hay que destruirlo desde adentro, dijo cuando se despidió de sus padres y sus hermanos. Al pisar tierra norteamericana probó la coca cola y nunca pudo dejarla. Es mi único vicio, aseguraba sonriendo. Trabajó arreglando los jardines de la mansión de una famosa familia de millonarios y de vez en vez vociferaba sus ilusiones de rebelión. Era inteligente y gracioso, aprendió a hablar inglés sin delatar su acento. Los millonarios se entretenían con sus frases subversivas y confundían sus notas de insurrección con humor agudo. Se reían de él, aunque él pensaba que reían con él. Eventualmente lo invitaron a entrar a su casa, siempre es bueno que haya un cómico para romper el hielo durante la cena. El hombre se convenció a sí mismo de que ahora formaba parte de la élite. A los 25, cambió de nombre y de peinado, más ad hoc con su nuevo grupo social. Murió a los 67, un jueves 4 de julio. En su lápida se puede leer “Burger Rockefeller (1952-2019). Lived prosperously between micromarxisms and unlimited breadsticks.”